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          《一千零一夜》連載三十七

            PERO CUANDO LLEGÓ LA 772 NOCHE

            Ella dijo:

            “... ¡Vengo, pues, a suplicarte que me permitas mandar venir al palacio a una santa veja llamada Fatmah, que ha llegado a nuestra ciudad hace unos días, y a quien todo el mundo venera por las curaciones y alivios que proporciona y por la fecundidad que otorga a las mujeres sólo con la imposición de sus manos!” Y Aladi­no, que no quería contrariar a su esposa Badru'l-Budur, no puso nin­guna dificultad para acceder a su deseo, y dio orden a cuatro eunucos de que fueran en busca de la vieja santa y la llevaran al palacio. Y los eunucos ejecutaron la orden y no tardaron en regresar con la santa vieja, que iba con el rostro cubierto por un velo muy espeso y con el cuello rodeado por un inmenso ro­sario de tres vueltas que le bajaba hasta la cintura. Y llevaba en la ma­no un gran báculo, sobre el cual apoyaba su marcha vacilante por la edad y las prácticas piadosas. Y en cuanto la vio la princesa salió viva­mente a su encuentro, y le besó la mano con fervor, y le pidió su bendi­ción. Y la santa vieja, con acento muy digno, invocó para ellas las ben­diciones de Alah y sus gracias, y pro­nunció en su favor una larga plega­ria, con el fin de pedir a Alah que prolóngase y aumentase en ella la prosperidad y la dicha y satisfaciese sus menores deseos. Y Badrú’l-Budur la rogó que se sentara en el sitio de honor en el diván, y le dijo: “¡Oh santa de Alah! ¡te agradezco tus bue­nos intenciones y tus plegarias! ¡Y como sé que Alah no ha de negarte nada de lo que le pidas, espero de su bondad, por intercesión tuya, lo que es el más ferviente anhelo de mi al­ma!” Y la santa contestó: “¡Yo soy la más humilde de las criaturas de Alah; pero Él es el Omnipotente, el Excelente! ¡No tengas miedo, pues, ¡oh mi señbara Badrú'l-Budur! a for­mular lo que anhele tu alma!” Y Badrú’l-Budur se puso muy colorada, y bajó la voz, y con acento muy ar­diente dijo: “¡Oh santa de Alah! de­seo de la generosidad de Alah tener un hijo! ¡Dime qué tengo que hacer para eso y qué beneficios y qué bue­nas acciones habré de llevar a cabo para merecer semejante favor! “ ¡Ha­bla! ¡Estoy dispuesta a todo para obtener ese bien, que lo estimo en mas que mi propia vida! ¡Y pasa demostrarte mi gratitud, yo te daré en cambio, cuanto puedas anhelar y desear, no para ti, que ya sé ¡oh madre de todos nosotros! que te ha­llas al abrigo de las necesidades de las criaturas débiles, sino para alivio de los infortunadas y de los pobres de Alah!”

            Al oír estás palabras de la prince­sa Badrú'l-Budur, los ojos de la san­ta, que hasta entonces habían per­manecido bajos, se abrieron y se iluminaron tras el velo con un brillo extraordinario, e irradió su rostro cual si tuviese fuego dentro, y todas sus facciones expresaron el sentí­miento de un éxtasis de júbilo. Y miró a la princesa durante un mo­mento sin pronunciar ni una palabra; luego tendió los brazos hacia ella, y le hizo en la cabeza la imposición de las manos, moviendo los labios como si rezase.una plegaria entre dientes, y acabó por decirle: “¡Oh hija mía! ¡oh mi señora Badrú’l-Budur! ¡los santos de Alah acaban de dictarme el medio infalible de que debes valerte para ver habitar en tus entrañas la fecundidad! ¡Pero ¡oh hija mía! entiendo que ese médio es muy difícil, si no imposible de emplear, porque se necesita un po­der sobrehumano para realizar los actos de fuerza y, valor que recla­mo!” Y al oír estas palabras la prin­cesa. Badrú’l-Budur no pudo repri­mir más su emoción, y se arrojó a los pies de la santa, rodeándola las rodillas con sus brazos, y le dijo: “¡Por favor, ¡oh madre nuestra! in­dícame ese medio, sea cual sea, pues nada resulta imposible de realizar para mi esposo bienamado, el emir Aladino! ¡Ah! ¡habla, o a tus pies moriré de deseo reconcentrado!” Entonces la santa levantó un dedo en el aire y dijo: “Hija mía, para que la fecundidad penetre en ti es nece­sario que cuelgues en la bóveda de cristal de esta sala un huevo del pájaro rokh, que habita en la cima más alta del monte Cáucaso. ¡Y la contemplación de ese huevo, que mi­rarás todo el tiempo que puedas du­rante. días y días, modificará tu na­turaleza íntima y removerá el fondo inerte de tu maternidad! ¡Y eso es lo que tenía que decirte, hija mía!” Y Bardú'l-Budur exclamó: “¡Por mi vida, ¡oh madre nuestra! que no sé cual es el pájaro rokh, ni jamás vi huevos suyos; pero no dudo de que Aladino podrá al instante procurar­me uno de esos huevos fecundantes, aunque el nido de esa ave esté en la cima más alta del monte Cáucaso!” Luego quiso retener a la santa, que se levantaba ya para marcharse, pero ésta le dijo: “No, hija mía; déjame ahora marcharme a aliviar otros in­fortunios y dolores más grandes to­davía que los tuyos. ¡Pero mañana ¡inschalah! yo misma vendré a visi­tarte y a saber noticias tuyas, que son preciosas para mí!” Y no obs­tante todos los esfuerzos y ruegos de Badrú’l-Budur, que, llena de gra­titud, quería hacerle don de vanos collares y otras joyas de valor inestimable, no quiso detenerse un mo­mento más en el palacio y se fue como había ido, rehusando todos los regalos.

            Algunos momentos después de par­tir la santa, Aladino fue al lado de su esposa y la besó tiernamente, co­mo lo hacía siempre que se ausen­taba, aunque fuese por un instante; pero le pareció que tenía ella un as­pecto muy distraído y preocupado; y le preguntó la causa con mucha ansiedad. Entonces le dijo Sett Ba­drú'l-Budur, sin tomar aliento: “¡Se­guramente moriré si no tengo lo más pronto posible un huevo de pájaro rokh, que habita en la cima más alta del monte Cáucaso!” Y al oír estas palabras Aladino se echó a reír, y dijo: “¡Por Alah, ¡oh mi señora Badrú’l-Budur! si no se trata más que de obtener ese huevo para im­pedir que, mueras, refresca tus ojos! ¡Pero para que yo lo sepa, dime so­lamente qué piensas hacer con el huevo de ese pájaro!” Y Badrú’l-Budur contestó: “¡Es la santa vieja quien acaba de prescribirme que lo mire, como remedio soberanamente eficaz contra la esterilidad de la mujer! ¡Y quiero tenerlo para col­garlo del centro de la bóveda de cris­tal de la sala de las noventa y nueve ventanas!” Y Aladino contestó: “Por encima de mi cabeza y de mis ojos, ¡oh mi señora Badrú’l-Budur! ¡al instante tendrás ese huevo de rokh!” Al punto dejó a su esposa y fue a encerrarse en su aposento. Y se sa­có del pecho la lámpara mágica, que llevaba siempre consigo desde el te­rrible peligro que hubo de correr por culpa de su negligencia, y la frotó. Y en el mismo momento se apareció ante él el efrit de la lámpa­ra, pronto a ejecutar sus órdenes. Y Aladino le dijo: “¡Oh excelente efrit, que me obedeces merced a las vir­tudes de la lámpara que sirves! ¡te pido que al instante me traigas, para colgarlo del centro de la bóveda de cristal, un huevo del gigantesco pá­jaro rokh, que habita en la cima mas alta del monte Cáucaso!”

            Apenas Aladino había pronuncia­do estas palabras, el efrit se convul­sionó de manera espantosa, y le lla­mearon los ojos, y lanzó ante Ala­dino un grito tan amedrentador, que se conmovió el palacio en sus ci­mientos, y como una piedra dispa­rada con honda, Aladino fue pro­yectado contra el muro de la sala de un modo tan violento, que por poco entra su longitud en su anchu­ra. Y le gritó el efrit con su voz poderosa de trueno: “¿Cómo te atre­ves a pedirme eso, miserable Ada­mita? ¡Oh el más ingrato entre las gentes de baja condición! ¡he aquí que ahora, no obstante los servicios que te presté con todo el oído y toda la obediencia, tienes la osadía de or­denarme que vaya a buscar al hijo de rokh, mi amo supremo, para col­garle en la bóveda de tu palacio! ¿Ignoras, insensato, que yo y la lám­para y todas los genni servidores de la lámpara somos esclavos del gran rokh, padre de los huevos? ¡Ah! ¡suerte tienes con estar bajo la salva­guardia de la lámpara que sirvo, y con llevar al dedo ese anillo lleno de virtudes saludables! ¡De no ser así ya hubiera entrado tu longitud en tu anchura!” Y dijo Aladino, estupefacto e inmóvil contra el muro: “¡Oh efrit de la lámpara! ¡por Alah, que no es mía esta petición, sino que se la sugirió a mi esposa Badrú'l-Budur la santa vieja, madre de la fecunda­cion y curadora de la esterilidad!” Entonces se calmó de repente el efrit y recobró su acento acostum­brado para con Aladino, y le dijo: ¡Ah! ¡lo ignoraba! ¡Ah! ¡está bien! ¿conque es esa criatura la que acon­sejó el atentado? ¡Puedes alegrarte mucho, Aladino, de no haber tenido la menor participación en ello! ¡Pues has de saber que por ése medio se quería obtener tu destrucción y la de tu esposa y la de tu palacio. La persona a quien llamas santa vieja no es santa ni vieja, sino un hombre disfrazado de mujer: Y ese hombre no es otro que el propio hermano del maghrebín, tu enemigo extermi­nado. Y se asemeja a su hermano como media haba se asemeja a su hermana. Y ese nuevo enemigo, a quien no conoces, todavía está más versado en la magia y en la perfidia que su hermano mayor. Y cuando, por medio de las operaciones de su geomancia, se enteró de que su her­mano había sido exterminado por ti, y quemado por orden del sultán, padre de tu esposa Badrú'l-Budur, determinó vengarle en todos vosotros, y vino desde el Maghreb aquí dis­frazado de vieja santa para llegar hasta este palacio: ¡Y consiguió in­troducirse en él y sugerir a tu esposa esa petición perniciosa, que es el mayor atentado que se puede reali­zar contra mi amo supremo el rokh! Te prevengo, pues, acerca de sus proyectos pérfidos, a fin de que los puedas evitar. ¡Uassalam!” Y tras de haber hablado así a Aladino, des­apareció el efrit.

            Entonces Aladino, en el límite de la cólera, se apresuró a ir a la sala de las noventa y nueve ventanas en busca de su esposa Badrú'l-Budur. Y sin revelarle nada de lo que el efrit acababa de contarle, le dijo: “¡Oh Badrú’l-Budur, ojos míos! An­tes de traerte el huevo del pájaro rokh es absolutamente necesario que oiga yo con mis propios oídos a la santa vieja que te ha recetado ese re­medio. ¡Te ruego, pues, que envíes a buscarla con toda urgencia y que, con pretexto de que no la recuerdas' exactamente, le hagas repetir su prescripción, mientras yo estoy es­condido detrás del tapiz!” Y contestó Badrú’l-Budllr: “¡Por encima de mi cabeza y de mis ojos!” Y al punto envió a buscar a la santa vieja.

            En cuanto ésta hubo entrado en la sala de la bóveda de cristal, y cu­bierta siempre con su espeso velo que le tapaba la cara, se acercó a Badrú'l-Budur, Aladino salió de su escondite, abalanzándose a ella con el alfange en la mano, y antes de que ella pudiese decir: “¡Bem!”, de un solo tajo le separó la cabeza de los hombros.

            Al ver aquello, exclamó Badrú'l­-Budur, aterrada: “¡Oh mi señor Ala­dino! ¡qué atentado acabas de co­meter!” Pero Aladino se limitó a sonreír, y por toda respuesta se in­clinó, cogió por el mechón central la cabeza cortada, y se la mostró a Badrú’l-Budur. Y en el límite de la estupefacción y del horror, vio ella que la tal cabeza, excepto el me­chón central, estaba afeitada como la de los hombres, y que tenía el ros­tro prodigiosamente barbudo. Y sin querer asustarla más tiempo Aladi­no le contó la verdad con respecto a la presunta Fatmah, falsa santa y falsa vieja, y concluyó: “¡Oh Badrú'lB­udur. ¡demos gracias a Alah, `que nos ha librado por siempre de nues­tros enemigos!” Y se arrojaron am­bos en brazos uno de otro, dando gracias a Alah por sus favores.

            Y desde entonces vivieron una vi­da muy feliz con la buena vieja, ma­dre de Aladino, y con el sultán, pa­dre de Badrú’l-Budur. Y tuvieron dos hijos hermosos corno lunas. Y a la muerte del sultán, reinó Aladi­no en el reino de la China. Y de nada careció su dicha hasta la lle­gada inevitabe de la Destructora de delicias y Separadora de amigos.

            HISTORIA DE ALÍ BABÁ Y LOS CUARENTA LADRONES

            “Recuerdo, ¡oh rey afortunado!, que en tiempos muy lejanos, en los días del pasado, ya ido, y en una ciudad entre las ciudades de Persia, vivían dos hermanos; uno se llama­ba Kasín y el otro Alí Babá. ¡Exal­tado sea aquel ante quien se borran todos los nombres, sobrenombres y renombres; el que ve las almas al desnudo y las conciencias en toda su profundidad, el Altísimo, el due­ño de todos los destinos! Cuando el padre de Kasín y de Alí Babá, que era un hombre del común, murió en la misericordia de su señor, los dos hermanos se repartieron equitativa­mente lo poco que les dejo en he­rencia, tardando poco en consumir tan mezquino caudal y encontrán­dose, de la noche a la mañana, con las caras largas y sin pan ni queso. He aquí lo que suele ocurrirles a los que viven descuidados en la edad temprana, olvidando los consejos de los sabios. El mayor, que era Ka­sín, viéndose en trance de secar­se dentro de su pellejo y morir de inanición, se puso a la búsqueda de una situación lucrativa, y como era avisado y astuto, no tardó en dar con una casamentera o entremetida, ¡alejado sea el maligna! quien, le casó con una adolescente que tenía buena mesa y muy buena plata; en todo y por todo, un excelente par­tido. ¡Alabado sea el Retribuidor! De esta manera, además de una ape­tecible esposa, el joven tuvo una tienda bien abastecida en el centro del mercado. Tal era su destino, marcado en su frente desde su na­cimiento, y así se cumplió.

            En cuanto al segundo, que era Alí Babá, cómo no era ambicioso, sino más bien modesto, capaz de contentarse con muy poco, se hi­zo leñador y llevó una vida de la­boriosidad y pobreza, pero, a pesar de todo, supo vivir con tanta economía, gracias a las lecciones de la dura experiencia, que ahorró al­gún dinero, y lo empleó en comprar un asno, después otro y más tarde un tercero. Todos los días los lleva­ba al bosque y los cargaba con los troncos y la leña qué antes traía él sobre, sus espaldas. Habiendo llega­do a ser propietario de tres asnos, Alí Babá inspiraba tal confianza a las gentes de su oficio, todos pobres leñadores, que uno de ellos se con­sideró honrado ofreciéndole su hija en matrimonio. Los asnos de Alí Babá fueros inscritos en el contrato, ante el kadí y los testigos, como dote y ajuar de la joven, que, por otra parte, no aportaba a la casa de su esposo absolutamente nada, pues­to que era muy pobre. Mas la po­breza y la riqueza no son eternas; pues sólo Alah es, el eterno viviente. Alí Babá tuvo de su esposa dos hi­jos; bellas como lunas, que glorifi­caban a su Creador. Él vivía modes­ta y honestamente, junto con toda su familia, del producto de la venta de la leña, y no pedía a su creador más que aquella sencilla y feliz tran­quilidad.

            Un día en que Alí Babá estaba en el bosque ocupado en abatir a hachazos un árbol, el destino de­cidió modificar el sino del leña­dor. Primero se oyó un ruido sordo que, aunque lejano, se aproximaba rápidamente como un galope acele­rado y estruendoso. Alí Babá, hom­bre pacifico y que detestaba las aventuras y complicaciones, se asus­tó al encontrarse solo con sus tres asnos en medio de aquella soledad. Su prudencia le aconsejó trepar sin tardanza a la copa de un grueso árbol que se elevaba en la cima de un pequeño montículo que domina­ba todo el bosque, y así, oculto en­tre sus ramas, pudo observar qué era lo que producía aquel estruendo. ¡Y bien que lo hizo! Pues divisó una tropa de caballeros, armados hasta los dientes y que, al galope, avanza­ba hacia donde él se encontraba. Al ver sus semblantes sombríos y sus barbas negras, que los hacían seme­jantes a cuervos de presa, no dudó que eran bandoleros, salteadores de caminos de la peor especie. Giran­do estuvieron al pie del montículo rocoso donde Alí Babá estaba escon­didó, a una señal de su gigantesco jefe echaron pie a tierra, desembri­daron sus caballos y, colgando del cuello de cada uno de los animales un saco de forraje que llevaban so­bre la grupa, los ataron a los árbo­les. Después cogieron las alforjas y las cargaron sobre sus propias espal­das, y tan pesadas eran aquéllas, que los bandidos caminaban encorvados bajo su peso. En buen orden pasa­ron bajo Alí Babá, que así pudo fá­cilmente contarlos y ver que eran cuarenta, ni uno más ni uno menos.

            En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discretamente.

            PERO CUANDO LLEGÓ LA 852 NOCHE

            Ella dijo:

            Cargados de esta manera llegaron, ante una gran roca que había al pie del montículo, y se pararon. El jefe, que era el que iba a la cabeza, de­dando un instante en el suelo su pe­sada alforja, se encaró con la roca, y con voz retumbante, dirigiéndose a alguien o algo que permanecía in­visible a todas las miradas, exclamo: “¡Sésamo, ábrete! Al momento la roca se entreabrió, y entonces el jefe se apartó un poco para dejar pasar a sus hombres, y cuando hubieron entrado todos, volvió a cargar su alforja sobre sus espaldas, entrando el último, y exclamando con voz au­toritaria que no admitía réplica: “¡Sésamo, ciérrate!” La roca se em­potró en su sitio tamo si el sortilegio del bandido nunca la hubiese moví­do por medio de la fórmula mági­ca. Al ver todas estas cosas, Alí Ba­bá, maravillado, se dijo: “¡Con tal que no me descubran usando su ciencia de la brujería, me doy por contento!”; y se guardo mucho de hacer el menor movimiento, a pesar de la gran inquietud -que sentía por el paradero de sus asnos, que conti­nuaban abandonados en medio del bosque. Los cuarenta ladrones, des­pues de una prolongada estancia en la cueva en la que Alí Babá los ha­oía visto entrar, dieron señal de su reaparición al oírse un ruido subte­rráneo, parecido a un terremoto le­jano. La roca se abrió, dejando salir a los cuarenta hombres, con su jefe a la cabeza, y llevando las alforjas vacías en la mano. Cada uno de ellos se dirigió a su caballo, lo em­bridó, y, después de colocar las al­forjas en la grupa, montaron sobre las sillas; pero antes de partir, el jefe se volvió hacia la entrada de la ca­verna, y, en voz alta, pronunció la fórmula: “¡Sésamo, ciérrate!”; y las dos mitades de la roca se juntaron sin dejar señal alguna de separación; y con sus semblantes sombríos y sus barbas negras marcharon por el m¡s­mo camino por el que habían veni­do.

            En cuanto a Alí Babá, la pruden­cia de que le había dotado Alah hizo que permaneciese algún tiem­po en su escondite, a pesar del de­seo que sentía de ir a recuperar sus asnos, diciéndose: “Estos terribles bandoleros pueden haber olvidado alguna cosa en su cueva, volver de improviso sobre sus pasos y sorpren­derme aquí. En tal supuesto, Alí Babá vería lo que le cuesta a un po­bre diablo como él interponerse en el camino de Poderosos señores.” Ha­biendo reflexionado así, el leñador se contentó con seguir con la mira­da a los terribles caballeros hasta que se perdieron de vista, dejando transcurrir un buen rato después que hubieron desaparecido, hasta que de­cidió bajar de su árbol con mil pre­cauciones, mirando a derecha e iz­quierda a medida que bajaba de una rama a otra más baja, en tanto que el bosque se encontraba en comple­to silencio.

            Una vez en el suelo, avanzó ha­cia la roca en cuestión, reteniendo la respiración y de puntillas. Bien hubiese deseado entonces ir por sus asnos y tranquilizarse respecto a su paradero, pues eran toda su fortu­na y el pan de sus hijos; pero una enorme curiosidad acerca de todo lo que había visto y oído desde lo alto del árbol le empujaba a acercanse a aquella roca, y, por otra parte, estaba escrito que había de ir irremediablemente al encuentro de- aquella aventura. Llegado ante la roca, el leñador la inspeccionó de arriba abajo, y encontrándola lisa y sin ranura alguna por la que pu­diese meter una aguja, se dijo: “¡Sin embargo, es por aquí por donde han entrado los cuarenta ladrones, y con mis propios ojos los he visto desapa­recen en su interior! ¡Quién sabe por qué motivo protegen esta caverna con talismanes de esa clase!” Des­pués pensó: “¡Por Alah! ¡He hecho bien reteniendo la fórmula de aper­tura y cierre! Si ensayo un poco las palabras mágicas, podré ver si ha­cen el mismo efecto saliendo de mi boca!” Olvidando sus antiguos temo­res, empujado por la fuerza del des­tino, Alí Babá, el leñador, se dirigió a la roca, y dijo: “¡Sésamo, ábrete!” Y aun cuando pudo ser que las pa­labras mágicas fuesen pronunciadas con voz insegura, la roca se separó y se abrió. Alí Babá, muy asustado, hubiese querido volver la espalda y poner pies en polvorosa, mas la fuer­za de su destino le inmovilizó ante la abertura y le empujó a mirar. En lugar de ver el interior de una ca­verna tenebrosa, su asombro creció aún más al ver que ante él se abría una gran galería que conducía a una sala espaciosa y abovedada, ex­cavada en la misma roca y que re­cibía abundante luz por medio de aberturas practicadas en lo más alto. No habiendo visto nada que fuese aterrador, se decidió avanzar y pe­netrar en aquel sitio, pronunciando al mismo tiempo la fórmula propi­ciatoria: “¡En el nombre de Alah, el Clemente, el Misericordioso!”, lo que le acabó de reanimar, por lo que, sin demasiados temores, se en­caminó hacia la sala abovedada, y al llegar a ella notó que las dos mitades de la roca e unían sin ruido, cerrando la salida por com­pleto, lo cual no dejó de inquietar­le, pues a pesar de todo, la valentía y el coraje no eran su fuerte; mas pensó que en cualquier caso podría hacer que, gracias a la fórmula má­gica todas las puertas se abriesen an­te él; y con toda tranquilidad se de­dicó a observar cuanto se ofrecía a su mirada. A lo largo de los muros vio pilas de ricas mercaderías, que llegaban hasta la bóveda, formadas por fardos de seda y brocado, sacos repletos de provisiones de boca, grandes cofres llenos hasta los bor­des de monedas y lingotos de plata y otros llenos de dinares de oro. Co­mo si todos aquellos cofres no fue­sen suficientes para contener todas las riquezas allí acumuladas, el sue­lo estaba hasta tal punto cubierto de vasijas llenas de oro y joyas, que el pie no sabía dónde posarse; te­meroso de estropear algún valioso objeto. El leñador, que en su vida había visto el brillo del oro, se ma­ravilló de todo lo que veía. Al con­templar aquellos tesoros y rique­zas. . ., el menos valioso de ellas re­sultaría digno de adornar el palacio de un rey..., pensó que debían de haber pasado siglos desde que esa gruta empezó a servir de depósito, al mismo tiempo que de refugio, a generaciones de bandidos, hijos de bandidos, descendientes de los ban­doleros de Babilonia. Cuando Alí Babá se recuperó en parte de su asombro, se dijo: “¡Por Alah! Alí, he aquí que tu destino toma un as­pecto rosado y te lleva, junto con tus asnos y haces de leña, en medio de un baño de oro que no se ha visto desde los tiempos del rey Solimán y de Iskandar, el de los cuernos. De repente aprendes fórmulas mági­cas, te sirves de sus virtudes y te ha­ces abrir puertas de piedra que dan acceso a cavernas fabulosas. ¡Oh le­ñador insigne! Es una gran merced del Generoso que de esta manera te conviertas en dueño de riquezas acumuladas por generaciones de ban­didos. Todo cuanto ha sucedido ha sido para que de ahora en adelante te pongas a cubierto, junta con tu familia, de necesidades y privaciones, haciendo que el oro del pillaje se use para un buen fin.” Habiendo tran­quilizado su conciencia con este ra­zonamiento, Alí Babá, el pobre, co­gió varios sacos de provisiones, los vació de su contenido y los llenó de dinares y otras monedas de oro, sin hacer caso alguno de la plata y otros objetos de menor precio, y cargán­dolos uno a uno sobre sus espaldas, los llevó hasta la entrada de la caver­na y dejándolos en el suelo, se dirigió a la salida, y dijo: “¡Sésamo, ábre­te!”; y al instante se abrieron los dos batientes de la puerta de roca y Alí Babá corrió a buscar sus asnos y los llevó hasta la entrada de la cueva. Una vez que estuvieron-ante ella, los cargó con los sacos, que tu­vo buen cuidado de ocultar con ha­ces de leña encima, y cuando acabó su trabajo pronunció la fórmula de cierre, y al momento las dos mitades de la roca se unieron. El leña­dor se colocó ante sus asnos carga­dos de oro y los animó a echar a andar con voz mesurada, sin atre­verse a abrumarlos con las maldício­nes e injurias que acostumbraba di­rigirles de ordinario cuando retarda­ban el paso. Sin embargo, esta vez no les aplicó tales calificativos, y sólo porque llevaban sobre sus lo­mos más oro del que había en las arcas del sultán.

            En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na, y se calló discreta.

            PERO CUANDO LLEGó LA 853 NOCHE

            Ella dijo:

            “Y sin aguijonearlos tomó con ellos el camino de la ciudad, y al lle­gar ante su casa, como encontrase que las puertas estaban cerradas, se dijo: “¿Y si ensayase sobre ellas el poder de la fórmula mágica?”; y en voz alta exclamó: “Sésamo, ábre­te!”; al instante las puertas, se abrie­ron, y Alí Babá, sin anunciar su lle­gada, penetró con sus asnos en el pequeño corral de su casa, y vol­viéndose hacia la puerta; dijo: “¡Sé­samo, ciérrate!”; y la puerta, girando sin ruido sobre sí misma, se cerró. Así se convenció Alí Babá de que era poseedor de un secreto incompa­ rable y de que estaba dotado de un misterioso poder, cuya adquisición no le había costado mas que un pe­queño susto, debido más que nada a los semblantes amenazadoras de los cuarenta ladrones y al aspecto feroz de su jefe. Cuando la esposa de Alí Babá vio los asnos en el co­rral y a su esposo descargándolos, corrió hacia él batiendo palmas y exclamando: “¡Oh marido! ¿Cómo abres las puertas que yo misma he atrancado? ¡La protección de Alah para todos nosotros! ¿Qué es lo que traes en este bendito día en esos sa­cos tan pesados que jamás he visto en nuestra casa?” Alí Babá, sin con­testar a la primera pregunta, respon­dió: “¡Oh mujer! Estos sacas nos vie­nen de Alah, y debes ayudarme a llevarlos a casa en lugar de ator­mentarme con preguntas sobre puer­tas.” La esposa del leñador, domi­nando su curiosidad, le ayudó a car­gar los sacos sobre sus espaldas y a llevarlos, uño tras otro, al interior de la casa,. Como ella los palpase y notase que contenían monedas; pen­só que debían ser de cobre. Este des­cubrimiento, aunque incompleto e inferior a la realidad, sumió su áni­mo en una gran inquietud, y termi­nó por creer que su esposo se debía haber asociado con, ladrones o gen­tes parecidas, pues, si no, ¿cómo ex­plicar la presencia de aquellos sacos llenos de monedas? Cuando todos los sacos estuvieron en el interior de la casa, la mujer no pudo contener­se más y abrió uno de éstos, y al hundir sus manos en él y comprobar el contenido, exclamó: “¡Oh, que desgracia! ¡Estamos perdidos sin re­medio, nosotros y nuestros hijos!”

            Al oír los gritos y lamentaciones de su esposa, Alí Babá, indignado, exclamó: “¡Maldita! ¿Por qué aúllas así? ¿Es que quieres atraer sobre nuestras cabezas el castigo de los la­drones?” Y ella dijo: “¡Oh hijo de mi tío! La desgracia ha entrado en esta casa junto con esos sacos de monedas, ¡Por mi vida, apresúrate a colocarlos sobre los lomos de los asnos y a llevártelos lejos de aquí, pues mi corazón no estará tranquilo mientras se hallen en nuestra casa!” El marido respondió: “¡Alah confun­da a las mujeres desprovistas de jui­cio! Bien veo, hija de mi tío, que piensas que estos sacos son robados. Tranquilízate, pues nos vienen del Generoso, quien ha hecho que los en­contrase en el bosque. Por otro la­do, voy a contarte cómo ha sido el hallazgo; pero antes vaciaré los sa­cos y te enseñaré el contenido.” Alí Babá cogió un saco y lo vació so­bre la estera, y sonoras carcajadas de oro iluminaron con millones de reflejos la pobre habitación del leña­dor; éste, satisfecho al ver a su mu­jer espantada ante tal espectáculo, hundiendo sus manos en un montón de oro, le dijo: “¡Oh mujer! íEscú­chame ahora!”; y le contó su aven­turá desde el comienzo, hasta el fin sin omitir detalle; mas no es de uti­lidad el repetirla aquí Cuando la es­posa hubo oído el relato del hallazgo, sintió que en su corazón, el es­panto dejaba sitio a una gran ale­gría, por lo que henchida de satis­facción exclamó: “¡Oh día claro y luminoso! ¡Alabemos a Alah, que ha hecho entrar en nuestra casa los bie­nes mal adquiridas por esos cuaren­ta ladrones, salteadores de caminos, y que de este modo vuelve lícito lo que era ilícito! ¡Él es el Generoso donador!”; y al instante se levantó y comenzó a contar los dinares; mas Alí Babá, riéndose, le dijo: “¿Qué haces? ¿Cómo puedes pensar en contar todo eso? ¡Levántate en se­guida y ven a ayudarme a cavar una fosa en nuestra cocina, a fin de que este tesoro quede oculto sin dejar rastro y pase inadvertido aun para el más avisado. Si así no lo hacemos, atraeremos sobre nosotros la curio­sidad de nuestros vecinos y de los oficiales de policía.”

            La mujer, que amaba el orden y que quería hacerse una idea exacta de la riqueza que había adquirido en aquel día bendito, respondió: “Cier­tamente, no quiero retrasar el mo­mento de contar este oro, ya que no puedo permitir que lo entierres sin antes haberlo pesado o medido. Te suplico, ¡oh hijo de mi tío!, que me des tiempo para ir a buscar una medida y lo mediré en tanto que tú cavas la fosa. Así podremos sa­ber a conciencia lo que debemos considerar superfluo o necesario pa­ra nuestros hijos.,” Aun cuando al leñador aquella precaución le pa­reciese poco menos que inútil, no queriendo contrariar a su mujer en unos momentos tan dichosos, le di­jo: “¡Sea!, pero ve y vuelve rá­pidamente, y, sobre todo, ¡guárda­te mucho de divulgar nuestro se­creto o decir la menor palabra!” La esposa de Alí Babá salió en busca de la medida en cuestión y pensó que lo más rápido sería ir a pedir una a la esposa de Kasín, el hermano de su marido, cuya casa no estaba muy lejos. Entró, pues, en la casa de la esposa de Kasín, la rica y fa­tua, aquella que nunca se dignaba invitar a comer a su casa al pobre Alí Babá ni a su mujer, porque no tenía fortuna ni amistades, aquella misma que nunca había enviado la más pequeña golosina durante las fiestas o aniversarios a los hijos de Alí Babá, ni comprado para ellos un puñado de guisantes, como hacen las gentes muy ricas para regalar a los hijos de la gente muy pobre. Después de ceremoniosos saludos, le pidió una medida de madera por unos momentos. Cuando la esposa de Kasín oyó la palabra medida se sorprendió mucho, ya que sabía que Alí Babá y su mujer eran muy po­bres y ella no podía comprender a qué uso destinarían aquel utensilio, del que de ordinario no se sirven más que los propietarios de grandes provisiones de grano, en tanto que las demás se .contentan con comprar su grano para el día o la semana en casa del abacero. En otra circuns­tancia, sin duda alguna se lo hubiese negado sin importarle el pretexto, mas esta vez sentía demasiado pica­da su curiosidad para dejar escapar la ocasión de satisfacerla; y por esto le dijo: “¡Que Alah aumente sus fa­vores sobre vosotros, oh madre de Ahmad! ¿La medida la quieres gran­de o pequeña?” La esposa del leña­dor respondió: “La más grande que tengas, ¡oh mi dueña!” La esposa de Kasín fue a buscar ella misma la medida en cuestión: No hay duda de que aquella mujer era descendien­te de veinte truhanes, ¡que Alah nie­gue sus favores a los de esta espe­cie y confunda a todos sus descen­dientes!, porque, queriendo saber a toda costa qué clase de grano era el que su parienta quería medir, se valió de una superchería.

            En efecto, corrió a coger la me­dida, y diestramente dio una capa de sebo al fondo y las paredes de ésta; después, volviendo al lado de su parienta, se excusó por haber­ la hecho esperar y se la entregó. La mujer de Alí Babá le dio las gracias y se apresuró a regresar a su casa. Una vez en ella, puso la medida sobre el montón de oro, y después de llenarla la vació un poco más lejos, repitiendo esta operación muchas veces y marcando cada una de ella sobre el muro con un trozo de carbón, así tantas rayas como ve­ces la llenaba y vaciaba. Alí Babá, por su parte, terminó su trabajo de cavar la fosa en la cocina y regresó junto a su esposa, quien le mostró jubilosamente las numerosas rayas de carbón, y le encomendó el trabajo de enterrar todo el oro mientras ella iba con toda diligencia a devolver la medida a la impaciente esposa de Kasín; mas la infeliz no sabía que un dinar de oro estaba pegado en el fondo de la medida, gracias a la artimaña de aquella pérfida. Devol­vió, pues, la medida a su parienta, y, dándole las gracias, le dijo: “De­seo devolvértela rápidamente, ¡oh mi dueña!, para no abusar de tu­ bondad.

            En cuanto la esposa de Kasín vio que su parienta se marchó, se apresuró a mirar el fondo de la medida; su sorpresa fue muy gran­de al ver una pieza de oro pegada al sebo en lugar de algún grano de haba o avena. Su rostro se puso ama­rillo y sus ojos sombríos como la noche, y, comida de celos y devora­da por la envidia, exclamó: “¡Así sea destruida su casa! ¿Desde cuán­do esos miserables pueden medir el oro por celemines?” Se sentía tan furiosa que, no pudiendo dominar su impaciencia por ver a su esposo, envió rápidamente a una esclava a buscarlo a la tienda. Cuando el sor­prendido Kasín entró en la casa, la mujer le recibió con exclamaciones furibundas. Sin dejarle tiempo a que se recobrase de la sorpresa, le pu­so el dinar ante las narices, y le gritó: “¿Lo ves? ¡Pues no es más que lo que les sobre a esos mi­serables! ¡Tú te crees rico y to­dos los días te felicitas por tener una tienda y clientes, mientras que tu hermano no tiene más que tres asnos por toda fortuna! ¡Desengáña­te, oh jeique! Alí Babá, ese leñador, ese don nadie, no se contenta con contar su oro, como tú, pues él lo mide! ¡Por Alah que lo mide como si fuese grano!” Y en medio de un torrente de palabras, gritos y vocife­raciones, le puso al corriente del asunto, y le explicó la estratagema de la que se había valido para hacer el asombroso descubrimiento de la riqueza de Alí Babá, y añadió: “¡Pe­ro esto no es todo, oh jeique! ¡Aho­ra tú debes averiguar cuál es el ori­gen de la fortuna de tu miserable hermano, ese maldito hipócrita que simula ser pobre y mide el oro por celemines!” Al oír estas palabras de su esposa, Kasín no dudó de la rea­lidad de la fortuna de su hermano, y, lejos de alegrarse al saber que el hijo de sus padres estaría desde en­tonces al abrigo de toda necesidad, sintió que la envidia se enseñoreaba de su ánimo:

            En este momento de su narración, Schahrazada vio aparecer la maña­na y discreta, se calló.

            PERO CUANDO LLEG6 LA 854 NOCHE

            Ella dijo:

            “...y levantándose, al momento corrió a casa de su hermano para ver por sus propios ojos lo que ha­bía, y encontró a Alí Babá todavía con el pico en la mano, terminando de enterrar su tesoro, y abordándole, sin siquiera llamarle por su nombre y sin tratarle de hermano, pues ha­bía olvidado el parentesco mucho antes de conocer la noticia de su for­tuna, le dijo: “¡Es así, oh padre de los asnos, como recelas y te ocultas de nosotros! ¡Sí! ¡Continúas aparen­tando pobreza y miseria ante las gen­tes, para después en tu vivienda piojosa medir el oro como el merca­der de granos sus mercancías!” Alí Babá se turbó mucho al oír estas pa­labras, pero no porque fuese avaro o interesado, sino porque le constaba la malicia de su hermano y de la esposa de éste, y respondió: “¡Por Alah! No sé a qué te refieres. Apre­súrate a explicarte y seré franco contigo, a pesar de que hace muchos años que has olvidado el lazo de sangre que nos une y desvías la mirada cada vez que te encuentras conmigo o con mis hijos.” Entonces, el autoritario Kasín dijo: “No se tra­ta de eso, Alí Babá, sino de que me saques de la ignorancia, pues no sé por qué has de tener interés en ocul­tármelo”; y le mostró el dinar de oro todavía manchado de sebo, y mi­rando a su hermano de reojo le di­jo: “¿Cuántas medidas de dinares semejantes a éste tienes en tu grane­ro, bribón? ¿Y cómo has reunido tanto oro, vergüenza de nuestra ca­sa?”-. Después en pocas palabras, le contó cómo su esposa había emba­durnado de sebo el fondo de la me­dida que le había prestado y cómo aquella pieza de oro se había pega­do. Cuando Alí Babá hubo escucha­do las explicaciones de su hermano comprendió que lo sucedido ya no se podía remediar, por lo que sin hacer el menor gesto de asombro dijo: “¡Alah es generoso, hermano mío, ya que Él nos envía sus dones! ¡Que Él sea exaltado!”; y le contó con toda clase de detalles su histo­ria del bosque, excepto lo referente a la fórmula mágica, y añadió ¡Hermano mío! Nosotros somos hi­jos del mismo padre y de la misma madre, y por eso todo lo mío es tuyo; yo deseo, si tú te dignas acep­tarlo, ofrecerte la mitad del oro que he cogido de la caverna. El pícaro Kasín, que era tan avaro como mal­vado, respondió: “Ciertamente es así como tú lo entiendes; pero yo quie­ro saber cómo podría entrar en la caverna, y, sobre todo, no me en­gañes, pues en tal caso iría a denun­ciarte a la justicia como cómplice de los ladrones.” El buen Alí Babá, pensando en el destino de su mujer e hijos en el caso de que fuese de­nunciado le reveló las tres palabras de la fórmula mágica, impulsada más por su naturaleza amable que por las amenazas de un hermano tan bárbaro.

            Kasín, sin dirigirle una palabra de agradecimiento, le dejó brusca­mente, resuelto a ir él solo a apo­derarse de todo el tesoro de la, cueva. A la mañana siguiente, antes que amaneciese, partió hacia el bos­que llevando con él diez mulas car­gadas con gránedes cofres que se pro­ponía llenar con el producto de su primera expedición; por otro lado se decía que una vez hubiese dado bue­na cuenta de las provisiones y ri­quezas sacadas de la gruta en el pri­mer viaje, se reservaría el derecho de hacer una segunda expedición con mayor número de mulas, e incluso, si así lo decidía, con una caravana de camellos. Siguió al pie de la le­tra las indicaciones de Alí Babá, quien en su bondad había llegado in­cluso a ofrecérsele como guía; pero había desistido de su ofrecimiento al ver la sospecha reflejada en la som­bría mirada de Kasín. Pronto llegó ante la roca, que reconoció por su aspecto enteramente liso, y por un árbol que le daba sombra, y alar­gando los brazos hacia ella dijo: ¡Sésamo, ábrete!” Súbitamente la roca se endió por la mitad y Kasín, que había dejado sus mulas atadas a los árboles, penetró en la caverna, cuya entrada se cerró tras él gracias a la fórmula mágica. Su asombro no tuvo límites a la vista de tantas ri­quezas acumuladas, y al contemplar aquel oro amontonado y aquellas jo­yas guardadas en vasijas. Un gran deseo, cada vez más intenso, de ser el dueño de aquel tesoro, se apoderó de el, si bien se dio cuenta de que para transportar todo aquello no se­ría suficiente, no ya sólo una cara­vana de camellos, sino aún todos los camellos que viajan desde los confi­nes de la Chía hasta las fronteras del Irán. Se dijo que para la próxi­ma vez tomaría todas las medidas necesarias para organizar una verda­dera expedición, contentándose esta vez con llenar de oro amonedado tantos sacos como pudiese llevar so­bre las diez mulas. Una vez aue aca­bó aquel trabajo, regresó a la gale­ría, y dijo: “¡Cebada, ábrete!” Ka­sín, cuyo ánimo estaba embargado por completo por el descubrimiento de aquel tesoro, había olvidado las palabras que debía decir, lo que ori­ginó su pérdida sin remedio. Volvió a repetir varias veces: “Cebada ábre­te!”; mas la puerta permanecía ce­rrada. Entonces dijo: “¡Haba, ábre­te!”, pero la puerta no se abrió, por lo que dijo: “¡Avena, ábrete!”; mas esta vez_tampoco se abrió hendidu­ra alguna. Kasín comenzó a perder la paciencia; y gritó: “¡Centeno, abre­te!” “¡Mijo, ábrete!” “¡Alforfón, ábrete!”, “¡Trigo, ábrete!” “¡Arroz, ábrete!” Mas la puerta de granito permaneció cerrada. Kasín se asustó mucho al verse encerrado a causa de haber olvidado las palabras má­gicas; pero a pesar de ello continuó pronunciando ante la roca inamovi­ble todos los nombres de cereales y los de las diferentes variedades de granos que la mano del Sembrador lanzó sobre la superficie de los cam­pos en el principio del mundo; pero la roca continuó inmóvil, ya que el indigno hermano de Alí Babá olvidó un grano, el misterioso sésamo, que precisamente era el único que esta­ba dotado de poderes mágicos. Así es como más pronto o más tarde el destino nubla por orden del Todopoderoso la memoria de los truhanes, les quita lucidez y ciega su vista, y hablando de pícaros: “¡Que Alah les retire el don de la lucidez y deje que tanteen en las tinieblas, y que estonces, ciegos, sordos y mudos, no puedan volver sobre sus pasos!” Por otro lado, el profeta, que Alah le ten­ga en su gracia, ha dicho: “¡Sean cerrados sus oídos con el sello de Alah y sus ojos tapados con un velo, pues les está reservado un suplicio espantoso!”

            Cuando el pícaro Kasín, que no esperaba este desastroso desenlace, se convenció de que no recorda­ba la fórmula mágica, para tratar de rememorarla comenzó a estru­jar su cerebro inútilmente, pues el nombre mágica se había borrado para siempre de su memoria. Presa de pánico, dejó los sacos llenos de oro y recorrió la caverna en todas direcciones en busca de alguna hendidura, pero sólo encontró pare­des graníticas, desesperadamente li­sas. Igual que una bestia feroz, se mordía los puños con rabia y escu­pía babá sanguinolenta; mas no fue éste todo su castigo; todavía le que­daba la agonía de la muerte que no se hizo esperar.

            En este momento de su narración, Sehahrazada vio que aparecía el alba y discretamente como siempre, calló:

            PERO CUANDO LLEGÓ LA 855 NOCHE

            Ella dijo:

            “En efecto, los cuarenta ladrones regresaron al mediodía a su cueva, según su diaria costumbre, y vie­ron que diez mulas cargadas con grandes cofres estaban atadas a los árboles; a una señal de su jefe lan­zaron sus caballos al galope hacia la entrada de la cavema, y, echando pie a tierra, comenzaron a buscar en las inmediaciones de la roca al hom­bre al que pudiesen pertenecerlas diez mulas; mas como sus pesquisas no diesen resultado, el jefe se deci­dió a entrar en la cueva, y, levan­tando su sable ante la puerta invisi­ble, pronunció la fórmula mágica, y al momento la roca se dividió en dos mitades, que giraron en sentido in­verso. El encerrado Kasín no dudó de su irremediable pérdida al oír los caballos y las exclamaciones sorpren­didas y coléricas de los bandidos; pero como amaba su vida, quiso sal­varla, y se escondió en un rincón, pronto a lanzarse hacia afuera a la primera oportunidad. Cuando oyó pronunciar la palabra. “sésamo”, mal­dijo su corta memoria, y, apenas vio que la puerta se entreabría, se lan­zó hacia fuera como un carnero, con la cabeza baja, tan violentamente y con tan poca prudencia, que chocó contra el jefe de los cuarenta ladro­nes, derribándolo cuan largo era; pe­ro los demás bandidos se abalanza­ron contra Kasín, y, con sus sables le atravesaron de parte a parte, y en un abrir y cerrar de ojos fue des­cuartizado y separados de su tronco la cabeza y los brazos y las piernas; éste fue su destino.

            Los bandidos, después de limpiar sus sables, entraron en la caverna, y viendo alineados ante la salida los sacos que había llenado Kasm se apresuraron a vaciar su con­tenido allí donde había estado an­tes, pero no se dieron cuenta de lo que faltaba, del oro que se ha­bía llevado Alí Babá. A continua­ción se reunieron en- círculo para celebrar consejo, y deliberaron lar­gamente; pero en la ignorancia de haber sido despojados por Áli Babá, no pudieron comprender cómo había podido introducirse nadie en su re­fugio, por lo que decidieron' no se­guir ocupándose de ello por más tiempo, y después de haber descar­gado sus nuevas adquisiciones y des­cansado un rato prefirieran salir de la cueva y montar a caballo para ir a asaltar las rutas de las caravanas, pues eran hombres activos que des­preciaban las largas reflexiones y las palabras; pero ya volveremos a en­contrarlos cuándo llegue el momento.

            La esposa de Kasín, aquella maldita mujer, fue la causa de la muerte de su marido, quien, por otra parte, merecía su fin. La perfidia de esta mujer fue la que inventó el ardid del sebo, que fue el punto de parti­da de todos los acontecimientos. Y no dudando del éxito de la expedi­ción de su marido, había preparado una comida especial para celebrar­lo; mas cuando vio que la noche lle­gaba y no se veía a Kasín ni sombra de él, se alarmó mucho, no porque le amase con exceso, sino porque le era necesario; entonces ella se deci­dió a ir a buscar a Alí Babá a su casa; y aquella maldita, que nun­ca se había rebajado a franquear el umbral de su puerta, con rostro preocupado, dijo al leñador: “¡Oh, hermano de mi esposo! Los herma­nos se deben a los hermanos y los amigos a los amigos. Vengó a pedir­te que me tranquilices respecto al paradero de tu hermano, que, como tú sabes, ha ido al bosque y todavía no ha vuelto, a pesar de lo avanzado de la noche. ¡Por Alah, oh rostro bendito! ¡Ve a ver qué es lo que ha sucedido en el bosque!” Alí Babá, que, a las claras se veía, estaba do­tado de un espíritu compasivo, com­partió la alarma de la esposa de Kasín, y dijo: “¡Que Alah aleje a los malhechores de la cabeza de tu esposo, hermana mía! ¡Ah! ¡Si Kasín hubiese querido escuchar mi consejo me hubiese llevado con él como guía! Mas no te inquietes por su retraso, porque, sin duda, lo habrá hecho a propósito, para no llamar la atención de los viandantes al entrar en la ciu­dad a altas horas de la noche.” Aun­qué esto fuese verosínnil, la realidad era que Kasín se había convertido en seis trozos de Kasín: dos brazos, dos piernas, un tronco y una cabe­za, que los ladrones habían coloca­do en el interior de la galería, tras la puerta de roca a fin de que su sola presencia espantase a cualquie­ra que tuviese la audacia de fran­quear aquel umbral. Alí Babá tran­quilizó como pudo a la mujer de su hermano y le hizo notar que cual­quier pesquisa sería inútil en aque­lla noche sombría, por lo que la in­vitó cordialmente a pasar la noche en su compañía. La esposa de Alí Babá la hizo acostar en su propio lecho; no sin antes haberle asegura­do Alí Babá que con la aurora sal­dría para el bosque.

            En efecto, con las primeras lu­ces de la mañana, el bondadoso leñador abandonó su casa seguido de sus tres asnos después de reco­mendar a su esposa que cuidase de la esposa de su hermano Kasín. Al aproximarse a la roca y no ver a los mulos, Alí Babá pensó que algo grave debía haber pasado; su inquietud aumentó al ver el suelo manchado de sangre, y, con voz temblorosa por la emoción, pronun­ció las palabras mágicas y entró en la caverna. El espectáculo de los miembros descuartizados de Kasín le hizo caer, tembloroso, de rodillas, mas sobreponiéndose a su emoción se aprestó a cumplir sus últimos de­beres para con su hermano que, des­pues de todo, era musulmán e hijo de sus mismos padres. Así, pues, co­gió de la caverna dos grandes sacos, metió en ellos el cuerpo descuarti­zado de su hermano, y, poniéndolos sobre uno de sus asnos, los recubrió cuidadosamente con ramaje. Luego, ya que estaba allí, pensó que debería aprovechar la ocasión para coger al­gunos sacos de oro, evitando así que dos de sus asnos regresaran de va­cío. Una vez realizado este trabajo, cubiertos todos los sacos con ramaje como la primera vez, y después de ordenar a la puerta que se cerrase, tomó el camino de la ciudad, deplo­rando en su interior el triste fin de su hermano.

            Después que llegó al patio de su casa, llamó a su esclava Mor­gana para que le ayudase a des­cargar los sacos. Aquella esclava era una joven a la que Alí Babá y su esposa habían recogido de pequeña y criado con los mismos cuidados y solicitud que hubieran podido tener para con ella sus mismos padres. La joven había crecido ayudando a su madre adoptiva en el, cuidado de la casa y haciendo el trabajo de diez personas. Era agradable, dócil, edu­cada, y fecunda en invenciones para resolver las cuestiones más arduas y llevar a buen término las cosas más difíciles. Al presentarse ante su pa­dre adoptivo, la joven le besó la ma­no, dándole la bienvenida como tenía por costumbre cada vez que él re­gresaba a casa; entonces, Alí Babá, le dijo: “¡Oh Morgana, hija mía! Hoy es el día en el que tu discre­ción y valía se van a poner a prue­ba”; y le contó el fin desgraciado de su hermano, añadiendo: “Su cuerpo está ahí, sobre el tercer asno. Mien­tras que voy a anunciar la noticia a su pobre viuda, es preciso que en­cuentres algún medio para hacerle enterrar como si hubiese fallecido de muerte natural, sin que nadie pueda sospechar la verdad.” La joven, res­pondió: “Te escucho y obedezco”

            El leñador, entonces, fue a dar a noticia de la muerte de Kassín a la esposa de éste, quien comenzó a dar alaridos, a mesarse los cabellos y a desgarrarse los vestidas, pero Alí Babá, con tacto, supo calmarla, con­siguiendo evitar que los gritos y la­mentaciones llegaran a llamar la atención de los vecinos, provocando la alarma en todo el barrio; y, des­pues, añadió: “Alah es generoso y me ha dado grandes riquezas. Si en medio de esta desgracia sin remedio que se abate sobre ti, hay alguna co­sa capaz de consolarte, yo te ofrezco los bienes que Alah me ha dado y que son tuyos, pues de ahora en ade­lante vivirás en mi casa en calidad de segunda esposa, encontrarás en la madre de mis hijos una hermana atenta y cariñosa, y todos viviremos tranquilos y felices recordando las virtudes del difunto.”

            El leñador se calló esperando una respuesta, y, en un momento, Alí Babá hizo mella en el corazón de aquella mujer, despojándola de sus malquerencias. ¡Loado sea Alah To­dopoderoso! Ella comprendió la bon­dad de Alí Babá y la generosidad de su ofrecimiento y consistió en ser su segunda esposa, y por su matrimonio con aquel hombre bue­no, llegó a ser realmente una mujer de bien. De este modo consiguió Alí Babá evitar los gritos y la di­vulgación del secreto de la muerte de su hermano, y dejando a su nueva esposa bajo los cuidados de su antigua, fue en busca de la joven­ Morgana, quien no había perdido el tiempo, pues había combinado todo un plan para salvar aquella dificl situación.

            En efecto, había ido a la tienda del mercader de drogas, y le ha­bía comprado una especie de trinca que curaba las heridas mortales. El mercader le había servido la medi­cina no sin antes preguntarle quién estaba enfermo en la casa de su amo. Morgana, suspirando, le había res­pondido: “¡Oh calamidad! El mal ti­ñe de rojo la cara del hermano de mi amo, que ha sido llevado a nuestra casa para así estar mejor atendido, pero nadie conoce su enfermedad-, Está inmóvil, ciego y sordo, con ros­tro de color de azafrán. ¡Oh, jeique, que esta trinca le saque de su mal estado!”

            En este momento de su narración, Schahrazada vio que aparecía el al­ba, y discretamente como siempre, se calló.

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